Por Tania Hermida
Una cultura es un montón de gente que conversa. Esa es la condición del ser humano y, por ahí, del ser urbano contemporáneo.
La conversación, ese caótico intercambio, ese palabreo de ida y vuelta, es el terreno en el que se hace toda sociedad y, por eso mismo, el acto imprescindible para la constante y saludable re-invención de una cultura.
Pasearnos por Quito a una hora pico, sin embargo, nos hace sospechar que, como cultura, más que un montón de gente que conversa somos un montón de gente que se empuja.
Subimos al bus, bajamos al vuelo, intentamos cruzar la calle, los buses nos pasan rasando. Primer mensaje de La Ciudad: No caminarás, irás en auto.
Un águila amenazante nos mira desde arriba. Hay ojos en cada esquina. Alto a la delincuencia. Segundo mensaje de La Ciudad: Serás considerado un ladrón mientras no se compruebe lo contrario.
Cruzamos por el parterre central de una avenida (preguntándonos por qué no pondrán águilas en la oficina de los banqueros, con los que no ha podido comprobarse lo contrario) y nos tropezamos con una cerca de hierro que nos impide pasar y pisar el pasto. Tercer mensaje de La Ciudad: No te distraerás.
Atravesados por la presencia de una Virgen que mira al norte y da la espalda al sur, los habitantes de esta muy noble y muy ilustre participamos cotidianamente del juego de exclusiones y empujones que propone La Ciudad.
¿En dónde conversamos entonces? ¿Cómo nos re-inventamos? ¿O es que ya no nos re-inventamos y por eso adoramos la palabra patrimonio?
Las preguntas se diluyen, sin embargo, cuando estamos caminando y de pronto, sin darnos cuenta, las veredas se hacen más anchas, la gente más sonriente y las puertas (que se abren solas) nos invitan a entrar a otra ciudad.
Entonces se hace la luz, la gente camina sosegadamente, hay música suave y un olor distinto. Podemos desplazarnos sin riesgos ni empujones. Fluimos. Los ojos de águila, finamente camuflados, nos miran pero no se dejan mirar. Una escalera mecánica nos desplaza, sin esfuerzo, de un piso a otro.
No estamos ya en La Ciudad de todos, la de los ojos de águila que nos obligan a circular y pasar lo más rápido posible. No, esta ciudad es sólo nuestra, nos invita a detenernos, tomar asiento, pedir un café y conversar.
El espejismo de la inclusión y el encuentro, sin embargo, desaparecen a la hora de pagar, cuando la amabilidad de este lugar iluminado resulta directamente proporcional al cupo de nuestra tarjeta de crédito. Nuestra ciudadanía queda reducida a compraduría y nuestra capacidad de gastar determina si podemos ser y estar en este territorio.
Paradojas del espacio colectivo: sus usuarios somos individuos cada vez más obsesionados por nuestro espacio privado. Cine en casa, gimnasio en casa, internet en casa. Comprar para no tener que salir, para no estar obligado a usar La Ciudad. Comprar para no conversar.
¿El inicio del fin de la cultura? ¿De la sociedad? ¿De nuestra condición de seres urbanos humanos? ¿Apocalípticos o integrados a la proliferación de los mall-media entonces?
Ni lo uno ni lo otro diría Barbero, junto con nosotros, haciéndole eco a Eco.
Una antigua sospecha nos hace pensar que, a pesar de sus trampas, la lógica de los mall-media no está libre de nuestros juegos de resistencia, que el orden que nos imponen está siempre amenazado por la vitalidad de nuestro particular desorden, por los riesgos de nuestra indisciplina.
La escalera mecánica, incluso, sería susceptible de ser usada y vivida de otra manera.
Individuos con deseos que no se agotan en las vitrinas. Consumidores indóciles. Sujetos no sujetos al cupo de tarjeta alguna. Personas no cuantificables. Empujadores no negociables.
Sólo desde el caos, desde esa infinita conflictividad que nos conforma y nos atraviesa, estaríamos en capacidad de encontrar las claves para escapar al juego de la ciudad iluminada y proponer otro juego: el del otro montón de gente que mantiene viva a una cultura.
Conversemos, pues.
26 feb 2009
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